¿De qué estamos hechos?

Nuestra vida está colmada de instantes en los que en ocasiones no reparamos. Corremos de un lado a otro y sin darnos mucha cuenta, se nos van los segundos, meses y años; esta vorágine de  situaciones nos puede hacer difícil estar presentes y conscientes de qué es lo que nos va formando, es decir, ¿de qué estamos hechos?. Somos producto de lo que hemos visto, olido y comido; llevemos en los dedos las pieles que hemos tocado, los labios que hemos besado y los abrazos que hemos  dado, nos hemos moldeado con cada broma, pleito o llanto.

Yo por ejemplo, estoy hecha del ruido de la Ciudad de México, -mi ciudad natal-, de su ritmo y su gente acelerada, de sus garnachas, de las combis metiéndose en el carril sobre el periférico, de sus parques y restaurantes, de sus museos y sus mercados. Estoy hecha de los gritos de los niños jugando en las calles, del chiflido del camotero, de esperar al señor de los merengues y del sonido del acordeón en la Alameda; me corren por las venas las filas de gente y de tráfico, las trajineras llenas de flores o las que van abriendo paso cargadas de mariachis; me he llevado a todos lados las vistas del Lago y de Reforma, los cafés en la Roma y la música sonando en Insurgentes o Palmas. Soy  el resultado de haberme puesto mi uniforme de niña para salir más temprano a la escuela y de cómo mi tribu me cuidaba mientras mis papás trabajaban, tengo pizcas de trabalenguas practicados a la sombra de las jacarandas en Satélite y de horas chachareando en Coyoacán. Me conforman las aguas heladas de las estacas y el chocolate caliente de El Moro, traigo en la sangre el sonido del agua en Tolantongo y el vértigo de escalar las Pirámides del Sol y la Luna. Claramente, sigo siendo más chilanga que acapulqueña, pero después de mis años en el puerto, no hay manera de que mi corazón no lata al ir bajando por la Escénica, soy producto de la sal que corre en el aire de la vida acapulqueña, me embriaga el sonido de las olas rompiendo en la orilla; estoy hecha de las noches de fiesta en Atrium, Andromedas, Alebrije o Palladium;  a cada paso me han acompañado los atardeceres en Pie de la Cuesta o los de la Bahía iluminada; no hay manera que no sea producto de los tacos de cochina en la Progreso, o de los jueves pozoleros, de las tardes en la Bonfil o de comer un pescado a la talla. 

Es increíble como nos acostumbramos a no reparar en lo importante, damos por hecho que esos momentos, lugares o personas, que hoy forman parte de nuestra rutina, estarán ahí para siempre. Si yo hubiera sabido que no regresaría a Acapulco con la calma que tuve para disfrutarlo, me hubiera tardado menos en levantarme de la playa; o  si me hubiera percatado que regresar a la CDMX, iba a ser cada vez menos frecuente, hubiera corrido más despacio por los parques de la Condesa o por los senderos de la UNAM. ¡Qué importante es disfrutar cada momento.!.

Pero mucho más allá de los lugares, los colores o los sabores que hemos experimentado, estamos hechos de las conversaciones, de los debates, de las risas y de los llantos compartidos con la gente que nos ha rodeado. ¿No sería increíble tener una bolita de cristal para saber identificar quién es quién en realidad?, porque así como en ocasiones no reparamos en disfrutar el paisaje, a veces no le asignamos el valor real a las personas; quizá por ejemplo, le dedicamos mucho tiempo a una persona, o a un grupo de ellas, y descuidamos otros para quienes éramos verdaderamente importantes. 

La vida se trata de disfrutarla, y para eso, los lugares, la gente y nuestra forma de involucrarnos o reaccionamos, terminan mezclándose para moldear de lo que estamos hechos. 

Miembros

No te pierdas ninguna publicación.