De todos los pecados capitales, la envidia es el único que no sabe hacer nada. Los otros seis se vanaglorian en sus excesos; pero ésta no siente placer, no presume ni reposa sin cesar, tampoco explota o se acumula. Lo único que hace es ver desde lejos, envidiosa y aparentemente distante, la existencia de los demás. Digo “aparentemente distante” porque a veces la sentimos o la provocamos, en nuestros círculos más cercanos.
Quizá sea sólo yo, evidentemente imperfecta, pero creo que todos en algún momento hemos sentido esa cosita adentro a la que hemos querido disfrazar como “envidia de la buena”. Seguramente unos menos que otros, para ciertas personas el amor propio y la aceptación afloraron desde el día uno, pero para otros, sigue siendo un destino. Así como admito haberla sentido, también reconozco que he sido blanco de haberla provocado sin desearlo; lo menos certero fue que al notarlo, reí menos, baile menos u opiné menos para no incomodar. Y es que no siempre proviene de “cualquier persona”, a veces es ese amigo con quien crees que empatas, es tu pareja que se intimida, tus colegas o hasta tus familiares. Tocar el tema resulta polémico, quizá porque nos hace sentir vergüenza o confusión. ¿Reconocer la envidia que provocamos nos hace ególatras? o ¿sentir envidia nos hace ser malas personas?
Lejos de sentenciar este sentimiento, encuentro útil identificarlo para saber si lo que me provoca es positivo o enojo. Es decir, sentirnos genuinamente impresionados por los demás no tiene nada de malo, al contrario, nos motiva, nos enseña que hay otras formas y nos deja encontrar nuestro propio camino. En resumen envidiar nos puede provocar “ganas” de crecer; el problema es cuando este pecado se convierte en enojo; ahí se vuelve como el óxido, se va expandiendo. La mejor descripción que he leído sobre ese sentimiento es que “la envidia es un tabú social que se lleva en silencio porque, en el fondo, supone una declaración de inferioridad que no conviene revelar en público”. Ya lo reforzaba el ensayista e historiador Plutarco hace más de 200 años en su Estudio sobre la Envidia y el Odio, en donde acota sin dudas que “nadie dice que es envidioso”. Quizá por eso, en un intento por ocultarlo, actuamos de formas diversas: puede que de repente nos encontremos dentro de un grupo o un estilo de vida donde no estamos a gusto, sólo por querer pertenecer a eso que envidiamos. Puede que nos deprimamos por no lograr lo que se ve increíble desde lejos; o que critiquemos, y hasta conspiremos, en contra de aquellos que nos superaron. Incluso podríamos alejarnos de personas valiosas por el simple hecho de que no pudimos apaciguar nuestra inútil envidia. Melanie Klein, psicoanalista austriaca, considerada una de las autoras sobre psicoanálisis más importantes, resume en su obra Envidia y Gratitud, publicada en 1987, lo que para mí es gravísimo respecto a sentirla: “la envidia es uno de los factores más poderosos de socavamiento, desde su raíz, de los sentimientos de amor y gratitud”. ¡Por supuesto!, no podemos amar ni agradecer si envidiamos.
Me pregunto si este sentimiento se puede volver una epidemia, porque es un hecho que se expande, se contagia. Afortunadamente de ésta sí hay cura. Te invito a tratar de envidiar a una persona frente a alguien que no envidia; te aseguro que no habrá quorum. ¡Esa es la cura!: convertirnos en el tipo de personas que no envidian a otros.
Soy amante del cine, sin ser fanática, encuentro la temática de Star Wars tan simple e intrínseca al ser humano, como atemporal: la lucha ancestral entre el bien y el mal. Me imagino sentada frente a Yoda confesando mi envidia, seguro me diría: “si volar quieres…envidiar no debes”, y es que como los Jedi y los Sid, cada uno de nosotros nos enfrentamos a la lucha interna entre nuestra fuerza y el llamado al lado oscuro. Ambas voces pueden ser igualmente poderosas, dependerá de a cuál escuchemos, el tipo de vida que tendremos.