Este cuento está inspirado en un artículo que el New York Times publicó en el 2020. El artículo explica que en el 2012, en un sitio llamado Wilamaya Patjxa en Perú, los arqueólogos encontraron una tumba tan ataviada de herramientas de caza, que supusieron que el cuerpo debía pertenecer a un “gran jefe cazador”, pero las pruebas demostraron que era una mujer.
Aquí mi versión en cuento de:
Wilayama, La Cazadora
A diferencia de otras tribus, los saues pensaban que las mujeres estaban mejor preparadas para matar que los hombres. Tenían mayor sensibilidad, por lo que creían que sus sentidos eran más agudos; también eran mucho más delicadas al tratar la piel de las presas y sobre todo, no hacían tanto alarde de sus heroicas hazañas como los hombres, lo que dejaba a la comunidad con más tiempo de hablar de otras cosas. Sin embargo, no se les forzaba a cazar y ninguna mujer había deseado hacerlo.
Wilayama no era muy distinta a las mujeres de su tribu: menuda, con largas trenzas de cada lado y una piel morena acostumbrada tanto al frío como al calor; era la más pequeña de las mujeres de su familia pero algo la hacía diferente: ella sólo deseaba cazar. No le importaba su menudo cuerpo ni tampoco que las otras mujeres y todos los hombres creyeran que estaba loca, por alguna extraña razón, no le importaban las miradas de desaprobación que tanto detenían a la mayoría de los miembros de la tribu; ella sólo pensaba en atrapar vicuñas y ciervos. Jamás olvidaría que cuando cumplió 6 años escuchó a su abuela contar la historia de las mujeres de “antes”, la anciana afirmaba que “antiguamente las mujeres participaban activamente en la caza de animales mayores con los hombres”; no pudo dejar de imaginarse corriendo tras los animales para ayudar a su pueblo a comer y cubrirse del frío; en ese momento y tan firme como fueron sus entrenamientos tratando de seguir el paso a los cazadores que no la esperaban, se levantó frente a todos para anunciar que “ella sería cazadora, como sus ancestras”. Ese día todos se rieron de ella, pero por muchos años la vieron correr, esconderse, pintarse la cara e incluso comer como lo hacían los cazadores; a pesar de considerla «rara», el pueblo no la detenía, -tampoco la esperaba o le permitían incumplir con sus deberes-, si ella quería andar por allí corriendo con los hombres, todos se lo permitían, pero al regresar pasaba horas tejiendo y separando los granos como el resto de la mujeres. Su sueño le costaba el doble de trabajo que a cualquier hombre o mujer de su tribu, pero no le importaba, por nada del mundo quería abandonarlo.
Un día, sin darse cuenta, llevaba el ritmo de todo el grupo de caza, sin pedirlo, ellos al verla le hicieron lugar en la fila y la dejaron participar de la caza de grupo; al regresar, nadie hizo una fiesta ni mayor aspaviento, pero ella sabía se había convertido en cazadora y su tribu la respaldaba. A partir de ese día no tuvo que tejer más. Pasó sus días corriendo y escondiéndose entre los matorrales, le daba la noche y sin mayor escándalo dormía al calor de la fogata. Cuando se convirtió en madre, su hija le preguntó que por qué seguía cazando, y ella tan tranquila como la estrella que sabe que un día dejará de brillar, le contestó: ¡porque aún puedo!