El Águila que No Quería Volar

Adaptación personal del libro «El Águila que No Quería Volar» de James Aggrey

Este cuento es una adaptación personal del libro El Águila que No Quería Volar de James Aggrey, una historia que nos invita a reconocer nuestra verdadera naturaleza y a no alejarnos de nuestro Dharma o propósito por el que  fuimos creados. 

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Había una vez un joven águila, que por caprichos del destino, fue separada de su hogar. Siendo apenas un polluelo, un granjero la encontró en la montaña, débil y desorientada. Decidió llevarla a su granja, creyendo que allí estaría segura. Entre las gallinas del corral, el águila creció, y con el tiempo, comenzó a imitar el comportamiento de sus compañeras. Rasgaba la tierra en busca de alimento, saltaba de un lado a otro con pequeños movimientos torpes, y volaba apenas unos metros, igual que las gallinas. No sabía que su destino era mucho más grande que eso.

El águila creía ser una más del corral. A menudo observaba cómo las gallinas se reunían y picoteaban despreocupadas, viviendo sus días sin anhelar nada más allá de los límites del granero. A pesar de que algo profundo dentro de ella parecía revolverse al ver el cielo, ese sentimiento siempre era apagado por las rutinas diarias y por la vida tranquila que llevaba entre las aves.

Sin embargo, en las noches, cuando el cielo se iluminaba con las estrellas y una brisa suave acariciaba sus plumas, el águila sentía una inquietud que no lograba entender. A veces, se quedaba mirando las montañas en la distancia, preguntándose si había algo más allá de lo que conocía, algo que fuera suyo. Pero al mirar a las gallinas, quienes parecían no cuestionarse nada, ella también reprimía ese deseo. “Soy una gallina”, se repetía a sí misma. “Las gallinas no vuelan alto, ni exploran el cielo”. Y así, se resignaba.

Un día, un sabio que caminaba por el campo vio al águila en el corral. Intrigado por lo que sus ojos le mostraban, se acercó al granjero y le dijo:

—Ese pájaro que tienes ahí no es una gallina, es un águila. ¿Por qué vive entre ellas?

El granjero, con una sonrisa condescendencia, respondió:

—Puede que haya sido un águila alguna vez, pero ahora es una gallina. ¿Cómo puede seguir siendo un águila si se comparta como gallina? Ha crecido entre ellas, se comporta como ellas, así que ya no importa lo que era antes. Su forma de vida la ha transformado. No sabe volar ni cómo obtener comida. Moriría.

El sabio, con la serenidad que solo los años le habían otorgado, respondió:

—No importa cuánto tiempo haya vivido como una gallina. Dentro de ella, sigue siendo un águila. Lo único que necesita es recordar quién es.

Decidido a demostrar su punto, el sabio pidió al granjero que le permitiera llevar al águila fuera del corral. El granjero, divertido por lo que consideraba un intento inútil, aceptó.

El sabio tomó al águila en sus brazos y la llevó a una colina cercana, desde donde se podía ver el vasto horizonte. Allí, con el viento acariciando sus plumas, el sabio la colocó en una roca alta. Mirando al águila directamente a los ojos, le dijo:

—Eres un águila. Abre tus alas y vuela. El cielo te pertenece.

El águila, confundida y nerviosa, miró a su alrededor. A un lado, las gallinas continuaban rascando la tierra sin prestar atención. Al otro, el cielo inmenso y misterioso se extendía ante ella. Por un momento, dudó. Luego, recordando la vida que había llevado hasta entonces, saltó de la roca, pero en lugar de volar, cayó al suelo y comenzó a rascar la tierra como lo había hecho toda su vida.

El granjero, que observaba desde la distancia, se rió.

—Te lo dije, ya es una gallina. Nunca volará.

El sabio, sin perder la calma, respondió:

—Lo intentaremos de nuevo mañana.

Al día siguiente, el sabio regresó, esta vez más determinado. Tomó al águila y la llevó a la cima de una montaña más alta. Desde allí, el aire era más fresco y el cielo más cercano. El águila, al sentir la brisa bajo sus alas, se inquietó. Algo dentro de ella comenzaba a despertar, pero aún dudaba.

—Eres un águila —repitió el sabio con voz firme—. Este no es tu lugar. Vuela.

El águila extendió sus alas tímidamente, pero la familiaridad de la tierra la llamaba. Incapaz de confiar plenamente en el llamado de su naturaleza, una vez más saltó al suelo, volviendo a su viejo comportamiento.

El granjero, viendo nuevamente el fracaso, dijo:

—Te lo dije, no hay nada que hacer. Su esencia ha cambiado.

Pero el sabio, con una paciencia infinita, respondió:

—Mañana lo intentaremos una vez más.

Al tercer día, el sabio llevó al águila a la cima de la montaña más alta. Desde allí, el viento soplaba con fuerza y el cielo parecía infinito. El águila, al sentir el aire bajo sus alas, comenzó a recordar. Su cuerpo entero vibraba con una energía desconocida hasta entonces. El sabio la levantó hacia el cielo y con una voz clara le dijo:

—Eres un águila. Naciste para volar. Este es tu destino. 

Esta vez, el águila sintió algo diferente. Una fuerza interna, un llamado ancestral, la empujaba a desplegar sus alas con más firmeza. Sin pensarlo, saltó al vacío. Al principio, cayó en picada, y por un momento, el miedo la invadió. Pero el viento, ese amigo olvidado, la sostuvo y la levantó. Con un poderoso batir de alas, el águila se elevó en el aire, más alto de lo que jamás había imaginado.

Desde lo alto, el águila miró hacia abajo y vio al granjero y las gallinas, pequeñas y distantes. Agradeció los años pasados en la tierra, pero ahora sabía que su lugar no estaba allí. Era libre. Era un águila, y el cielo era su hogar. Lo sabía por la forma en la que vibraba su corazón, no es que hubiera sido infeliz con el granjero o las gallinas, se había sentido amada y agradecida, pero nunca había sentido lo que volar la hacía sentir; por eso sabía que no volvería al corral.

Voló más allá de las montañas, sintiendo por primera vez la verdadera libertad de su ser. El sabio, viendo cómo desaparecía en el horizonte, sonrió con satisfacción. Sabía que el águila había encontrado su propósito y que su destino estaba en las alturas, donde siempre había pertenecido.


¿Te imaginas si todos tuviéramos la suerte del águila?, no todos podemos darnos cuenta de lo alejados que estamos de nuestro Dharma , pareciera que no todos tenemos un sabio paciente a nuestro lado que nos lleva a la roca en la montaña; pero el águila sí sintió que no pertenecía antes de la llegada del sabio,. Esa inquietud era una señal. ¿Te has preguntado qué pasaría si no hiciéramos a un lado la incomodidad o desconcierto que sentimos ante alguna situación o circunstancia?, porque ése es el sabio que nos está llevando a la montaña.

¿Qué podría haber aprendido el aguila? Me la imagino volando más allá de las montañas, sin albergar resentimiento alguno. Miró hacia atrás, hacia el corral que había sido su hogar, y sintió un profundo agradecimiento por el granjero que la había cuidado y protegido, aunque su lugar no fuera entre las gallinas. Él no había intentado despojarla de su esencia; solo le ofreció un refugio cuando más lo necesitaba. El granjero no era ni bueno ni malo, simplemente hizo lo que creyó correcto en su realidad. La vida en el corral no fue una cárcel, fue una etapa.

Tampoco el sabio era su redentor. Él no fue quien le otorgó las alas ni la fuerza para volar; eso siempre estuvo dentro de ella. Su papel fue más sencillo, más humano: vio lo que ya era evidente, lo que tal vez el águila sabía en lo más profundo de su ser pero no se había atrevido a reconocer. El sabio no hizo más que poner frente a ella el espejo de su propia naturaleza, darle un espacio para recordar su propósito.

No hay héroes ni villanos en esta historia. Solo circunstancias y decisiones. Y en el fondo, lo más importante no fue ni el granjero ni el sabio, sino el momento en que el águila decidió abrir sus alas y confiar en su capacidad de volar. Siempre pudo hacerlo, pero antes no lo intentaba. Quizás no porque le faltara valor, sino porque no había escuchado esas voces internas que, aunque pequeñas, siempre le susurraban que su destino estaba en el cielo.

Es fácil caer en la trampa de culpar a otros por nuestras circunstancias: al granjero por poner al águila en el corral, al sabio por tardar en llegar. Pero al final, lo que realmente nos libera es reconocer que el poder de seguir nuestro propósito siempre ha estado en nuestras manos. 

No necesitamos redentores ni culpables, solo la valentía para escuchar esas inquietudes, ese descontento que muchas veces nos señala el camino. Como el águila, todos tenemos el cielo esperándonos, y el verdadero viaje empieza cuando decidimos escuchar la voz que viene de adentro y nos atrevemos a volar.

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