El Camino de Luz

Luz había soñado con ser artista desde que tenía memoria. No se trataba solo de pintar; quería crear un universo propio, algo que le diera voz a lo inexpresable. No era una niña como todas; su sonrisa brillaba con una calidez que atrapaba a quienes se acercaban. Parecía llevar un rayo de sol dentro de sí, y las personas, casi sin darse cuenta, se sentían atraídas por su presencia, como si algo en ella les recordara un hogar perdido. Sin embargo, aunque Luz disfrutaba de su tribu y del cariño que le brindaban, no era tan sociable como todos pensaban. Había una parte de ella que sólo florecía en el silencio, cuando estaba lejos del bullicio.

En esos momentos de aparente “soledad”, se sentía más acompañada que nunca. Había una plenitud en la quietud, un espacio en el que su mente y corazón se entrelazaban para darle vida a ideas e imágenes que solo ella podía ver. Los colores, las formas, los destellos… todo aparecía con una nitidez y belleza que la envolvían como un abrazo. Ahí, lejos de miradas externas, podía ser completamente ella misma, conectada con algo que parecía brotar desde el fondo de su ser, algo inmenso y eterno. Luz no se sentía sola consigo misma; por el contrario, era como si en ese estado, cuando el mundo callaba, surgiera un universo secreto que la llenaba de calma y propósito. Pintar no era un pasatiempo; era una manera de expresar lo invisible, de dar forma a lo que sentía en ese silencio.

Cada vez que alguien la felicitaba por sus pinturas, Luz se sentía flotar de felicidad, como si su mundo interior se conectara por fin con el exterior. Pero en su pequeño y tradicional pueblo, el arte era visto como algo bonito, sí, pero efímero, un pasatiempo. “¿Y de qué vivirás?”, le decían con una sonrisa que intentaba ser amable, pero en la que siempre había un dejo de incredulidad, una sombra de burla. Su familia y amigos la querían, eso era seguro, pero no lograban entender por qué insistía en un camino que, a sus ojos, no tenía futuro. ¿Para qué pintar? ¿Qué sentido tenía ese deseo tan peculiar? Y mientras ellos la miraban con ternura y cierta incomprensión, Luz se sentía entre dos mundos: el mundo que ellos querían para ella, seguro y predecible, y el mundo que ella anhelaba, lleno de colores, formas y misterios que apenas comenzaba a descubrir.

Entonces, se refugiaba en esos espacios de paz donde el mundo no le exigía explicaciones. Sabía que la amaban e incluso la admiraban, pero en ese amor había también expectativas, miedos y una preocupación sincera por verla “bien”. Sin embargo, para Luz, “estar bien” significaba poder expresarse, vivir en sus colores y sus trazos. Ella pintaba en todas partes, le ponía color a todo y a todos. Transformaba en arte cualquier espacio en blanco que encontraba: la parte trasera de su puerta, viejos papeles, el suelo de la granja abandonada a las afueras del pueblo, la orillita de la hoja en su libreta o la cara de sus amigos y familiares, que en sus sueños, tenían formas y colores con cada expresión que hacían. Ella veía el mundo así.

Una tarde, mientras pintaba un mural improvisado en la pared de la granja, sintió una presencia detrás de ella. Se giró rápidamente, esperando ver al dueño del lugar, pero en su lugar estaba una mujer con mirada franca y cuerpo esbelto; sonreía de forma familiar y a Luz le pareció haberla visto antes, pero no logró saber quién era.

—No tienes que irte. —La mujer levantó la mano, invitándola a quedarse—. De hecho, hacía tiempo que no veía a alguien que viniera aquí… y mucho menos a alguien que trajera vida a esta vieja granja. Pero dime, ¿por qué haces esto? ¿Sabes que para mucha gente pintar en la pared es vandalismo?

Luz se quedó en silencio, sin saber qué responder. La franqueza de la mujer era desconcertante, casi cruda.

—¿Te das cuenta de que pocos artistas viven de su arte, verdad? —continuó la mujer, mirándola de frente, sin el menor asomo de dulzura—. Quizás ahora te da igual porque eres joven y no tienes responsabilidades, pero… ¿tienes un plan B por si algún día necesitas otra cosa? ¿O piensas que un día el arte pagará todo lo que necesitas?

La mujer hizo una pausa, observando a Luz como si quisiera ver su reacción; luego se acercó un poco más y habló en voz baja, como si compartiera un secreto.

—Dime, ¿has pensado en el futuro? —la mujer levantó una ceja, como si analizara cada palabra que iba a decir—. Porque el arte puede ser hermoso, pero también es traicionero. Es como una llama que, si no la dominas, se apaga o te consume. ¿Qué harás cuando esa llama no sea suficiente para vivir? ¿O si el pueblo te da la espalda porque considera que tus pinturas no son «útiles»? Aquí todos quieren cosas tangibles, no sueños pintados en paredes. ¿De verdad crees que con eso lograrás algo?

Luz sintió un nudo en la garganta, pero la mujer no dejaba espacio para respuestas. Parecía haber venido solo a plantearle preguntas que, hasta ahora, nadie había tenido el valor de hacerle.

—Y, ¿qué pasa si un día encuentras a alguien, un marido quizás, y no le gusta que seas artista? Los hombres no suelen entender a las mujeres que eligen caminos propios. Los artistas son seres libres… y a la mayoría de los hombres no les gustan las mujeres libres. ¿Estás preparada para eso?

La mujer suspiró, y en su mirada había una mezcla de comprensión y dureza, como si hablara desde una experiencia que solo ella conocía.

—La libertad de crear es preciosa, pero tiene un precio alto, Luz. Es posible que te encuentres sola muchas veces, rodeada de lienzos y colores, pero sin nadie que te acompañe realmente. Y si el arte se convierte en tu vida, ¿qué harás cuando las puertas se cierren? ¿O cuando tus amigos, tu familia, te miren con pena porque no alcanzas el “éxito” que todos esperan? Porque, aunque ahora lo disfrutes, la soledad se siente diferente cuando pasan los años.

Cada palabra parecía un golpe directo al corazón de Luz, preguntas que resonaban con losmismos miedos que ella nunca se había atrevido a enfrentar.

—Así que dime —continuó la mujer, con una calma inquietante—, ¿qué te hace pensar que ser artista es para ti? Y si el camino se vuelve oscuro y no encuentras salida, ¿seguirías adelante? ¿O preferirías dejarlo todo y buscar algo que el mundo apruebe?

La mujer la miró una última vez, con una expresión impenetrable, como si hubiera lanzado todas sus preguntas y ahora esperara… no respuestas, sino que Luz entendiera la realidad de lo que quería.

Antes de que Luz pudiera responder, la mujer se acercó lentamente y le dio un beso suave en la mejilla. Su piel despedía un aroma familiar que no alcanzaba a distinguir, y que en ese momento no tuvo tiempo de identificar. La mujer le susurró al oído con una voz firme y baja:

—La pasión es una llama hermosa que sigue siendo fuego, y el fuego puede quemar. No dejes que tu propio fuego te consuma Luz.

Y sin más, la mujer se incorporó. Se dio la media vuelta y, sin mirar atrás, comenzó a caminar hacia el campo abierto, como si supiera perfectamente el camino de regreso, como si cada paso estuviera marcado en el polvo. No hubo despedidas ni explicaciones, solo el sonido de sus pisadas y la brisa que comenzaba a levantar las primeras sombras de la tarde.

Luz se quedó ahí, clavada en el suelo, sintiendo que el tiempo se había detenido. Como una tonta, paralizada, con un millar de preguntas atravesándole la mente, pero incapaz de mover los labios para pronunciarlas. Pasaron unos segundos, tal vez minutos, antes de que lograra reaccionar. Entonces, el pensamiento surgió claro y desconcertante, como si apenas lo descubriera: «¿Cómo supo mi nombre?» y “¿quién es esa mujer?”

Después de aquella tarde, Luz sintió que algo en su interior había cambiado. Las preguntas de la mujer —esas preguntas sin dulzura ni rodeos— parecían haberse quedado en su mente como una espina invisible, plantada en el rincón más profundo de sus pensamientos. Ahora, cada vez que alguien la miraba con esa condescendencia disfrazada de amabilidad, o soltaba una de esas frases hechas, como “¿Pero de qué vas a vivir, Luz?”, o “¿No es mejor que encuentres algo más seguro?”, ella sentía que una pared invisible se erguía entre ellos.

Aunque seguía sonriendo y siendo amable, había algo distinto en sus respuestas. Contestaba con frialdad o, a veces, respondía con una mirada firme y callada, dejando claro que no había espacio para convencerla de que su sueño era menos real. Nunca fue grosera, pero todos parecían notar el cambio en su energía. ya no se esforzaba en explicarse ni en justificar sus decisiones. Poco a poco, Con el tiempo, la necesidad de buscar algo más allá de su pequeño pueblo se hizo imposible de ignorar. Un día, tomó la decisión de mudarse y estudiar pintura formalmente. Su familia, aunque preocupada, respetó su decisión, y Luz se marchó con un nudo de emociones en el pecho: tristeza por dejar atrás a quienes amaba, pero también una emoción inexplicable por el mundo que la esperaba.

Al llegar a la ciudad, se encontró rodeada de personas como ella: jóvenes con ideas, sueños y, sobre todo, con esa extraña convicción que la había llevado hasta ahí. Pero a medida que avanzaba en sus estudios, se dio cuenta de algo que jamás había considerado en su pequeño pueblo: el talento de otros. Había estudiantes con una habilidad impresionante, gente capaz de crear con una destreza que Luz no poseía. Era una experiencia reveladora. Ella tenía menos talento que muchos y más pasión que la mayoría. Su amor por el arte la impulsaba a trabajar con una entrega absoluta; pintar no era solo una destreza que dominar; era su vida, su propósito.

Comprendió que, en el mundo de los artistas, ser “bueno” o “malo” era un concepto relativo. Allí, no había un mejor o un peor. Cada artista llevaba su propio camino y su propia historia. Luz destacaba por la autenticidad de sus cuadros y por la calma que transmitían sus trazos, pero en ese universo de creatividad infinita, ella era solo una más, una voz entre muchas. Y curiosamente, eso le dio una paz que jamás había imaginado. No necesitaba ser la mejor. Ser una más le permitió sentirse libre de comparaciones, y con ello, su arte se volvió aún más suyo. De vez en cuando, regresaba a su pueblo y, al caminar por sus calles, observaba con una mezcla de nostalgia y cariño la vida de aquellos que habían sido su primer entorno. La mayoría tenía trabajos comunes y llevaban vidas tranquilas, algunas en casas más grandes o más modestas que la de ella. Pero esos detalles materiales, que tanto importaban a otros, para Luz eran lo de menos; ella se fijaba era en el brillo de sus miradas, en esa luz interna que revelaba, de manera honesta, la felicidad o tristeza que nadie puede ocultar. Siempre se reencontraba con viejos amigos y conocidos y pudo ver que ninguna de las preguntas ni las dudas de su juventud habían venido con intención de hacerle daño. Todos habían querido lo mejor para ella. Luz entendió que era distinta a la gente de su pueblo, y que eso no la hacía mejor ni peor, ni a ellos tampoco. Simplemente, eran.

Pero un día, mientras terminaba una de sus pinturas en el estudio, algo en ella se quebró. Al levantar la vista y mirarse en el espejo que colgaba en la pared, vio algo que la dejó sin aliento. Su reflejo era idéntico al de aquella mujer que la había confrontado años atrás en la vieja granja. La misma mirada firme, la misma expresión serena y, sobre todo, la misma intensidad que le recordaba quién era. 

Y entonces, como si todo ese tiempo hubiera estado buscando una respuesta sin saberlo, lo supo: aquella mujer que la cuestionó hasta lo más profundo, que había dejado una huella imborrable en su corazón, no era otra persona. Era ella misma, una versión de ella que aún no había alcanzado, una Luz madura y sabia que había surgido para mostrarle el camino preparándose para el camino. La luz de Luz siempre estuvo adentro.

Se dio cuenta de que su vida había sido un diálogo constante consigo misma, un camino en el que sus propias dudas la habían guiado tanto como su pasión. Entendió que la verdadera libertad no estaba en ser artista, sino en haber aceptado cada una de sus sombras y cuestionamientos.

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