Lo Divino Nace en la Humildad

La Navidad nos invita a reflexionar sobre un misterio profundo: ¿por qué lo más grande y luminoso eligió manifestarse en lo más sencillo? Jesús no nació en un palacio ni rodeado de grandeza terrestre. Esta elección no es casual. Habla de cómo lo divino no se manifiesta en los excesos, la opulencia ni las apariencias, sino en los actos más simples, los corazones abiertos y los lugares más cotidianos de nuestra vida. La humildad no es debilidad, sino el terreno fértil donde crece el amor, la compasión y la verdadera transformación.

La Navidad, entonces, es un recordatorio de que lo divino brilla en cada uno de nosotros cuando cultivamos la humildad, la aceptación y el servicio a los demás. Y es que estamos tan acostumbrados al YO, nos hemos apropiado tanto del concepto de MÍO que desprendernos de eso resulta el mayor reto personal. Últimamente me he preguntado ¿cómo ésto que hago puede ayudarles a los demás?  y genuinamente me encuentro en la recta de elegir mejor mis pasos con base en la posible respuesta; no estoy diciendo que antes no me lo preguntara, lo que digo es que en algún momento de mi vida la respuesta parecía beneficiarme más a mi; en mi defensa debo expresar una hecho: vivimos en una sociedad que alienta la competitividad, nos encanta ponerles números a los logros como el primero, segundo y tercer lugar. Otro hecho irrefutable es que medimos el éxito en términos de cuentas bancarias, nos guste aceptarlo o no, jugamos a ser humildes cuando vivimos en escalas de diversidades humanas asentadas por el ingreso en nuestras cuentas bancarias. 

En este contexto, palabras como humildad, generosidad  y desapego llegan en formas de eventos de caridad y donaciones altruistas, que si bien, ayudan al desfavorecido, no le cambia su realidad ni un milímetro. ¿Está mal entonces querer tener o tener mucho?, supongo que nadie tiene una respuesta clara a pesar de los muchos estudios al respecto, al final de cuentas ¿cuanto es mucho o cuanto es suficiente? Depende del contexto personal. Volviendo a Jesús, y a otros que como él sembraron la semilla de la conciencia, ninguno vivió en opulencia. Sin querer ser demasiado ambiciosos como paracernosles, podemos empezar con lo más simple: vivir con menos, y no solo en lo material, también con menos drama, menos compromisos, menos prisa o menos cosas para así hacer espacio a lo que conviene que sea mayor:  conexión entre quienes nos rodean y capacidad de ver que la luz de la divinidad habita en todos, que todos somos uno. 

En la obra literaria La Perla,  Steinbeck nos muestra cómo el deseo de poseer más puede corromper incluso las almas más puras. Es una novela que plasma como la perla más grande del mundo es encontrada por un humilde pescador, y como es que este objeto, que en un inicio representa esperanza y oportunidades, se transforma en un símbolo de ambición, codicia y sufrimiento

Aquí mi versión (mucho más corta y optimista) del fatídico relato original:

La Perla de la Gratitud

En un pueblo costero, donde el mar parecía no tener fin, vivía Sebastián , un pescador humilde conocido por su dedicación y amor a su familia. Cada día, salía al amanecer con su pequeña canoa, lanzando su red al agua mientras el sol pintaba de dorado la superficie del océano.

Su esposa, Marina , y su hijo pequeño, Lucas , lo esperaban siempre al final de la jornada con una sonrisa, aunque lo que trajera en su red fuera apenas suficiente para comer. Para Sebastián, esa vida sencilla era un tesoro,

Una mañana, mientras pescaba en aguas más profundas de lo habitual, Sebastián sintió un fuerte tirón en su red. Al recogerla, vio que atrapaba algo distinto: una otra enorme que contenía una gran perla, brillante como la luna, perfecta como ninguna otra . Nunca había visto algo igual. Al sostenerla entre sus manos, su corazón se aceleró.

—Esto cambiará nuestras vidas —murmuró, imaginando las posibilidades.

Regresó a casa con la perla y se la mostró a Marina, quien, al verla, sintió una mezcla de asombro y preocupación.

—Es hermosa —susurró ella—, pero no sé si traerá suerte.

Sebastián río, convencido de que aquella joya era un regalo del mar. Pensó en llevar a Lucas a un buen médico, comprar una casa y una nueva canoa. 

La noticia de la perla se esparció rápidamente por el pueblo, y con ella llegaron las miradas de envidia, las voces susurrantes y las visitas no deseadas . Al principio, los vecinos se alegraron y se maravillaron por la novedad y le daban consejos desde la buena voluntad:

—Vendela en la ciudad, ahí te darán más dinero.

Pero, poco a poco, las noches se hicieron más largas. Alguien intentó abrir la puerta de la cabaña mientras dormían. Otro día, encontraron las redes cortadas y la canoa con un agujero. La perla, en lugar de traer felicidad, había sembrado desconfianza y miedo .

Marina intentaba convencer a Sebastián:

—Esta perla es una carga, Sebastián, no somos libres. Desaste de ella. 

Pero Sebastián no quería dejar la perla y tampoco se decidía a venderla, los ofrecimientos que recibía le parecían muy poco y mientras más pasaba tiempo con ella le parecía que su valor era muy superior, no quería recibir menos de lo que valía. 

Una noche, mientras Sebastián observaba la perla, escuchó un ruido afuera. Corrió con un palo en la mano, pero solo vio sombras. Regresó y encontró a Marina abrazando a Lucas, que respiraba con dificultad. La fiebre que días antes había parecido controlada volvió con fuerza, y en ese momento, todo el peso de la perla cayó sobre él .

Sebastián entendió la verdad:
Lo grande y lo valioso pueden ser también lo que más nos ata, lo que nos hace perder de vista lo que ya tenemos. 

Cargó a Lucas en brazos y le dijo a Marina:

—Vamos al mar.

Juntos caminaron hasta la orilla, y Sebastián, con manos temblorosas, arrojó la perla al océano. La vio hundirse, reflejando por última vez la luz de la luna. Al instante, sintió cómo un peso invisible abandonaba su pecho.

El mar, que parecía haber callado desde que encontró la perla, volvió a susurrar con las olas, y Sebastián, por primera vez en días, respiró con calma.

Al día siguiente, un vecino bondadoso les recomendó un médico que, por simple generosidad, atendió a Lucas y lo ayudó a sanar. La vida volvió a la normalidad: la canoa, las redes y el mar.

Sebastián no volvió a buscar perlas, pero cada vez que remaba al amanecer, recordaba que la riqueza verdadera no brillaba como una joya, sino que estaba en los momentos sencillos, en las sonrisas de Marina y Lucas, en la libertad de no tener nada que proteger.

Y aunque algunos en el pueblo seguían hablando de “la perla perdida”, Sebastián ya no los escuchaba. Había aprendido lo grande y lo valioso, si no sabemos soltarlo, puede transformarse en la carga más pesada de todas.

A veces, lo que creemos que salvará nuestra vida puede terminar consumiéndola. La verdadera riqueza no está en lo que poseemos, sino en lo que podemos soltar para proteger lo que realmente importa.

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