En medio de un vasto bosque, entre altos robles y sauces que susurraban al viento, había un árbol que aún no florecía. Su nombre era Lior y, a diferencia de los demás, no entendía por qué debía esperar tanto para mostrar su esplendor, cuando además, era grande y la cantidad de ramas que poseía le hacían pensar que su follaje sería espléndido.
En la cima de una colina, se mostraba paciente y orgulloso, o eso les decía a los otros árboles que sentía. Notaba que el resto florecía y se extendían en grandes o pequeñas hojas rodeando cada rama que poseían.
—¿Por qué ellos sí y yo no? —preguntaba al viento en silencio, observando cómo los cerezos a su alrededor se cubrían de flores rosadas. Sólo en viento sabía lo que el árbol pensaba de sí mismo y los demás; sabía que en sus palabras de elogio había envidia y era testigo de la frustración que en las noches le invadía.
El sol lo acariciaba con su luz cada mañana y la tierra lo sostenía con firmeza, pero Lior solo podía pensar en lo que aún no era y en todo lo que le faltaba. Se comparaba con los demás, deseando con impaciencia que sus ramas se llenaran de hojas y flores, su tamaño y lugar en la colina le decía que al florear, sería imponente y causaría admiración al resto de los árboles.
Una tarde, un viejo roble de tronco nudoso le habló:
—Cada semilla tiene su tiempo, pequeño Lior. Forzar una floración prematura solo la marchitaría antes de tiempo. No puedes apresurar naturaleza sin pagar el precio alto del envejecimiento o muerte en vida. Espera con gozo y contento, tu tiempo, como el de todos, ha de llegar.
Pero Lior no quería escuchar. Decidió gastar toda su energía en apresurar su proceso, estirando sus ramas con desesperación, sintiendo cómo su corteza se tensaba y dolía bajo la presión de un crecimiento forzado. Miraba ansioso a su alrededor, comparándose con los otros árboles, preguntándose por qué el sol no lo nutría lo suficiente, por qué la lluvia no lo fortalecía más rápido.Día y noche, se obligaba a absorber más agua de la tierra, como si beber más pudiera acelerar su desarrollo. Sentía cómo su savia se agitaba dentro de su delgado tronco, empujando con fuerza lo que aún no estaba listo. Se estremecía con cada ráfaga de viento, sintiendo que sus ramas, al ser aún débiles, no soportarían la presión; y aun así siguió. Soñaba con flores que no llegaban, con hojas que no terminaban de abrirse, y la angustia crecía dentro de él como raíces enredadas en un suelo árido.
Por un instante, creyó haberlo logrado: un par de hojas verdes asomaron tímidamente. Pero su impaciencia lo había dejado exhausto, sus reservas estaban drenadas. Antes de que pudiera disfrutarlo, las hojas se volvieron frágiles, quebradizas, y una a una cayeron al suelo, arrastradas por el viento. Lior se quedó allí, temblando, sintiendo el peso de su propio afán por apresurar lo inevitable. Estaba exhausto, lloraba por dentro sabiendo que todo su anhelo de empujarse había sido en vano y empezaba a sentir el alto precio por haberlo intentado. Cerró los ojos y decidió escuchar sólo adentro, no ver a los otros.
El invierno llegó, y Lior sintió el peso del frío en sus ramas vacías y quebradizas. Fue entonces cuando entendió lo que el roble había querido decirle: no se puede apresurar el sol, ni la lluvia, ni la savia que sube lentamente. La paciencia era parte del proceso.
Cuando la primavera volvió, ya no preguntó «¿por qué yo no?». Simplemente se permitió sentir la brisa, absorber el agua y dejar que el tiempo hiciera su trabajo. Y un día, sin forzarlo, sin esperarlo, floreció. Las flores llegaron cuando su tronco estaba lo suficientemente fuerte para sostenerlas y cuando él estaba suficiente en paz para apreciarlas en su fugacidad. Florecer resultó ser una consecuencia natural de haber sabido esperar.
Sin darse cuenta, ahora era él quien respondía a los jóvenes árboles impacientes con toda certeza:
—Cada semilla tiene su tiempo. La espera no es vacío, es preparación.
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¿Cuántas veces hemos querido apresurar nuestro propio florecimiento? Nos desesperamos cuando las cosas no llegan en el momento en que creemos que deberían, miramos a nuestro alrededor y comparamos nuestro camino con el de los demás. Pero la naturaleza nos enseña que todo tiene un ritmo, que cada proceso necesita su tiempo, y que apresurarnos solo nos agota y nos deja vacíos.
Aprender a esperar no es resignarse, es confiar en que estamos creciendo en la dirección correcta. Es entender que lo que aún no ha sucedido, no significa que no vaya a ocurrir. Es recordar que florecer no es un objetivo, sino una consecuencia de haber sabido nutrirnos con paciencia, fortaleza y fe en nuestro propio proceso.
Así como Lior, ¿estamos dispuestos a soltar la prisa y abrazar la espera con confianza?