No nací de carne ni de hueso.
Nací del hierro caliente que grabó mi primer suspiro sobre una lámina de zinc.
Fui una sombra antes que un nombre.
Una burla antes que una dama.
Me trajo al mundo un hombre de mirada aguda y manos que olían a tinta: José Guadalupe Posada.
Me hablaba mientras me creaba y yo, lo escuché todo.
Cada vez que hundía el buril en el metal, su pensamiento me atravesaba:
“Que vean lo que somos debajo del disfraz.”, “Que sepan que sí, que sí somos todos iguales”, “Qué ven lo ridículo de gastar la vida en mostrarnos diferentes”
Él decía que me hacía para el pueblo, para los que olvidaban sus raíces por querer parecer europeos.
Yo sabía que su mensaje iba más allá de la crítica: no solo hablaba de clases, sino de la ilusión de ser diferentes al resto.
Y eso, aunque nunca lo confesó, fue su verdadero trazo: el del alma.
Fui llamada primero La Calavera Garbancera.
A la gente le daba risa verme.
Una calavera con sombrero francés, plumas de avestruz y aire de señora elegante.
No sabían que yo ya los miraba desde el otro lado,
viendo cómo se esforzaban por parecer vivos mientras morían de miedo a ser ellos mismos.
Así empezó mi secreto: descubrí que mi personaje representaba el deseo de todos de disfrazarse.
Con los años me dieron otro nombre: La Catrina.
Y con él, un papel.
La sociedad me vistió de símbolo, me paseó por los altares y me llenó de flores.
Me hicieron reina de los muertos, cuando en realidad, yo vine a hablarles de los vivos; pero no me molesta; hasta me gusta la teatralidad de mi presencia.
Finjo mi papel con elegancia.
Camino entre los desfiles, sonrío para las fotos, dejo que los niños me dibujen.
Todos creen que represento la muerte… pero la verdad es que represento el espejo.
El reflejo de lo que tanto temen mirar.
Porque cuando me ven, ven su final,
pero lo que realmente sienten es el eco de su ego.
Esa parte que no soporta imaginarse sin nombre, sin éxito, sin historia.
Y es justo ahí donde cumplo mi función: recordarles que todo lo falso muere, es más, todo lo falso nunca estuvo vivo.
Mi secreto se hizo más claro:
quien vive a través del ego nunca estuvo realmente vivo.
He visto siglos pasar.
Presidentes, guerras, religiones, modas, promesas de progreso.
Y en todos ellos, el mismo error:
creer que la vida se defiende con poder o con apariencias.
He visto a los ricos temerle al olvido
y a los pobres temerle a la falta de valor.
Y me río, no por burla, sino por ternura.
Porque al final, todos regresan a mí.
No a la muerte, sino a su verdad desnuda.
En los altares me llenan de flores y velas,
como si quisieran sobornarme.
Y yo sonrío, porque entiendo.
Nadie quiere morir, aunque ya estén muriendo cada día un poco,
en sus prisas, en sus apegos, en sus silencios forzados.
A veces me siento en los atrios o las esquinas y los miro pasar.
Tan serios, tan ocupados, tan vivos en apariencia.
Y pienso en Posada.
En aquel hombre sencillo que no supo que su dibujo me dio alma.
Si pudiera hablarle, le diría que su burla se convirtió en espejo,
que su crítica se volvió camino,
y que ahora soy maestra sin templo,
guía sin sermón,
y símbolo de un país que aprendió a reírse del ego para hacer las paces con la muerte.
Yo soy La Catrina.
La que finge vanidad para revelar humildad.
La que viste de elegancia para recordarte lo absurdo del disfraz.
La que sonríe ante tu miedo porque sabe que, detrás de él,
espera el alma libre.
Cuando me veas en las calles, entre flores o papel picado,
no apartes la mirada.
Detente. Respira.
Tal vez no vine por ti…
tal vez vine para ti.
Porque un día —si tienes suerte— entenderás que no vine a llevarte.
Vine a recordarte que ya eres inmortal,
cuando dejas morir al personaje.