Crónica de la Una Noche en la Sierra de Oaxaca. Parte 3. FINAL

De regreso con Doña Filo, le contamos las novedades: logramos sacar la camioneta, la dejamos en un lugar seguro lista para partir al día siguiente; y la autoridad nos dió permiso de quedarnos. No podíamos estar más felices, ¡necesitábamos una cerveza!. Nos aseguró que seguíamos siendo bienvenidas. Bajamos a la única tienda del lugar para brindar por nuestra camaradería; al principio la conversación giró en torno a nuestra aventura, pero luego…¡llegó la verdadera enseñanza!: nos contaron sobre los 300 habitantes de la comunidad, de los pocos niños que asisten a la única escuela primaria de de la zona, nos dijeron que para asistir a la secundaria los alumnos debían ir a otra comunidad; de cómo los hombres y las mujeres jóvenes migran por la falta de oportunidades;  de los programa de planificación familiar y de las medidas de esterilización para los perros y los gatos. Se nos  unieron un par de desconocidos nos expresaban sin reserva, con resignación y orgullo, su realidad; nos explicaron los esfuerzos de las generaciones por preservar su lengua y como fue que la pandemia los terminó de aislar. Nos rodearon algunos niños, el perro que nos había aterrorizado y hasta la esposa de uno de ellos nos ofreció desayunar al día siguiente. Fue un regalo que nos dejaran entrar un poquito a su vida. Pronto  llegó la hora de despedirnos, afortunadamente nos dieron un aventón a nuestra posada, -a esas alturas, caminar cuesta arriba no sonaba nada tentador. Les dijimos adiós plenamente conscientes de la suerte que tuvimos al toparnos con personas dispuestas a ayudarnos sin mayor interés.

Para cuando llegamos con Doña Filo, nos esperaba en compañía de su familia: su mamá, David de 12  años, Maru de 15, Alain de 10 y una bebé de 2.  Tenían listo café caliente, pan dulce, tlayudas y salsa; como si fuéramos las sobrinas recién llegadas, con toda paciencia e interés nos preguntaron y escucharon los detalles sobre nuestra odisea, el calor de la estufa alimentada con troncos secos, se conservaba por la existencia de un pequeño tapanco sobre nuestras cabezas tapizado de maíz para secar. En esa habitación sin más muebles que una mesa, la estufa de leña y varias sillas, de pronto la dinámica cambió y todos compartieron sus ideas. David nos contó cómo se encarga de los toros de su tío, Maru describió las horas que le llevaba ir y regresar a la secundaria todos los días antes de la pandemia y Alain nos habló sobre la ausencia de su padre y que su madre trabaja en Estados Unidos; también fuimos testigos de la paciencia con la que todos trataban a la más pequeña y de cómo la abuela permanecía un tanto ajena por ser la única que no hablaba español, a veces alguno de ellos le traducía y ella nos regalaba una sonrisa. Nuestras botas enlodadas adoptaban la apariencia de piso de tierra. Por fin sentimos paz mientras bebíamos café y comíamos con profundo agradecimiento. Mi cabeza no dejaba de pensar en la generosidad de estas personas y en los millones de pesos que nuestros políticos se roban; con sólo una pequeña parte de esas fortunas, nuestros anfitriones podrían ponerle piso a la cocina, la lejana letrina podría ser un baño cercano o el lavadero usado tanto para la ropa como para todo lo demás, podría estar fijo y no sobrepuesto. Es más, la propiedad podría ser una sola casa y no cuartos aislados sin un techo o piso entre ellos. O al menos podría brindárseles un  sistema de recolección de basura. ¡Cuántos Méxicos tiene nuestro país y qué ignorantes o indiferentes somos al respecto!. 

Sin darnos cuenta, de pronto estábamos compartiendo nuestras cuentas de Instagram y Facebook con Maru y David quienes también nos enviaron por Bluetooth las fotos que nos tomamos; ya a punto de despedirnos, Alain nos mostró su tesoro: unas luces de bengala. Las prendimos de inmediato  para tomar la mejor foto de la velada. Me pareció surrealista que ante tales condiciones el lenguaje común fueran las redes sociales, el internet y el Bluetooth. Lo más sorprendente fue que en ningún momento se quejaron de la crisis, el clima, la pandemia ni de cualquier otra cosa. 

Perdimos la noción del tiempo pero nuestro cuerpo empezó a gritar por descanso. Para nuestra sorpresa, mientras nos esperaban, nos habían preparado un espacio para dormir: dos petates apilados del tamaño de una cama matrimonial, un par de cobijas y algo de ropa para usarla como almohadas. Me conmovió en extremo su disposición constante de hacernos sentir cómodas. Fue la noche más fría que he pasado en mi vida; admito que el cubre bocas me lo hizo más llevadero, -era tanto el frío que lo use toda la noche. Le di vueltas a la innegable desigualdad,  a la suerte que tuvimos de encontrarnos con personas que no parecen darle importancia y en lo dispuestos que estuvieron para ayudarnos y compartir lo que tienen con nosotras. Me pregunté qué haríamos cualquiera de los que vivimos en casas con todos los servicios ubicadas en ciudades interconectadas si de pronto unos desconocidos nos pidieran  usar nuestro internet y pasar la noche, ¿los dejaríamos?, ¿les acercaríamos a nuestros hijos a convivir con ellos mientras les hacemos de cenar?, ¿dejaríamos que durmieran bajo nuestro techo sin mayor aspaviento? Seguramente no. ¡Qué carentes estamos de humanidad y confianza a pesar de tenerlo todo!.

A la mañana siguiente los más jóvenes dormían, por lo que solo nos despedimos de Doña Filo. Emprendimos el regreso para toparnos con que el paisaje era tan imponente como el día anterior; hermosas montañas que conforman la sierra, altos pinos que la engalanan y el rocío y la neblina matutina le daban un toque especial. A la mitad del camino nos topamos con unos toros que obstruían nuestro paso, pero ya no éramos las mismas, David nos había adiestrado durante la noche sobre cómo enfrentarlos. Tres kilómetros después, nos topamos con la camioneta para empezar el regreso a casa.

Nunca había estado más agradecida por mis circunstancias ni tan molesta de que no vivimos en un país justo. 

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