El arte de esperar sin garantías

El legado de una historia inconclusa

En los días lluviosos, siempre recuerdo a mi abuela.
Alta, con clase y mucho carácter, había vivido una vida versátil. Hija de una madre dura y un padre alegre, creció entre las infidelidades de él y la feminidad exigente de ella; entre el protocolo de las embajadas y las camisas almidonadas. Su mente, ávida de romance, la llevó desde niña a ensalzar las historias familiares de tal modo que, sin saberlo, se había creado su propia historia.

Nos contaba una en particular, sobre cómo caminaba erguida y orgullosa por las calles de Medellín, donde había vivido su juventud sin olvidar su patria mexicana. Nos mostraba fotos, y podía imaginarla joven, guapa, educada, bien vestida, caminando con tacón bajo y medias limpias y transparentes. Sabía que debía haber llevado el fondo liso con una sola tira de encaje —ni muy grande, ni muy chica—, y también sabía que no había polvo en sus zapatos al salir de casa. ¡Hasta podía oler la loción de naranja sobre su piel!

Cuando el amor se detiene por fuera del tiempo

Sin mucho trámite, había encontrado el amor entre las calles de su colegio y su hogar.
Se llamaba Armando: guapo, moreno claro, ojos negros y muy delgado; firme como el roble y tan estudioso como ella. Ya habían logrado salir con chaperón, y algunas veces, después del cine, iban por un helado. Era la época en que los hombres cortejaban y las mujeres coqueteaban discretas pero firmes; donde las manos apenas y se rozaban, y los sueños invadían esos espacios que los cuerpos no podían llenar.

¡Y claro que tenían sueños! Los de ambos eran grandes, y en los de uno, estaba el otro.

No vieron venir la beca que a él le ofrecieron en el extranjero. Fue una gran oportunidad, pero también el principio del fin. El padre de ella, con su carácter inflexible, impuso límites infranqueables: ella no podía viajar sola, ni mudarse con él, ni mucho menos ofrecerle su mano en compromiso mientras él no regresara “como hombre hecho y derecho”. Y, por supuesto, nunca sin su bendición.

Entre cartas, silencios y decisiones ajenas

Se les rompió el corazón a los dos cuando él se fue. Poco después de su llegada al nuevo país, le ofrecieron ampliar su estadía, incrementando el salario. Le envió una fatídica carta, llena de culpa por desear quedarse y dejándola ir, al no tener una fecha de regreso. Ella no hizo más que confirmar sus sospechas.

Se casó al poco tiempo y, para cuando él regresó a buscarla, ella ya tenía una hija que, efectivamente, tenía el pelo largo y hermoso de su madre. Ninguno de los dos tuvo el valor de romper el idilio que los había unido tiempo atrás. Ya era tarde.

Fuerza femenina: entre aguantar y transformar

Años después, ella se divorció, en una época en la que casi ninguna mujer lo hacía.
La vida —y quizá también los cuentos que se auto-inventaba para no rendirse— le dieron la fuerza interna para enfrentar una realidad que no encajaba con lo que soñaba.

Él enviudó tiempo después, y quizá a alguno de los dos se le pasó por la cabeza la idea de buscarse, pero ninguno lo hizo. La hija de él lleva el nombre de mi abuela, y ella siempre me contaba de su primer amor como ese: ese hombre al que amó profundamente y que se había convertido en un idealizado recuerdo.

El miedo, la espera y los grandes amores

Me pregunto qué pasaría con los grandes amores si nuestros corazones no tuvieran miedo.
Y no me refiero únicamente a los amores filiales. Me refiero a todos esos grandes amores que nos atraviesan: los que sentimos por una persona, un sueño, un lugar, un modo de vivir.

¿Y si el valor de quedarse fuera tan grande como el de marcharse?
¿Y si aprender a confiar no tuviera que doler?

Tal vez habríamos sido felices, o quizá no.
Pero lo cierto es que vivieron con la certeza de lo que no fue, como si ese amor detenido en el tiempo les hubiera permitido seguir soñando con lo que ya no podían vivir.

El camino del medio: esperar sin garantías

Aprender a confiar en el tiempo es un arte.
No todo tiene que resolverse rápido ni bajo presión. No siempre toca “lo que sigue” solo porque ya pasaron ciertos años, ni hay que cumplir expectativas ajenas si nuestro corazón desea algo distinto a lo que hemos visto en nuestros clanes.

Hay caminos que no se reconocen a simple vista, y sin embargo llaman con fuerza.
Para verlos, tenemos que aprender a estar en el camino del medio, aprender a sostener la incertidumbre sin abalanzarnos hacia la izquierda o la derecha.

Mientras más me adentro en la meditación, más compasión —que no es lo mismo que lástima— siento por mi abuela. Sin duda, corre por mis venas su sabiduría femenina heredada, y me pregunto por qué nadie le enseñó a usarla para defender la vida que quería. Por qué la fuerza femenina en sus tiempos tenía que ver con resistir y sostener, no con elegir ni transformar.

En cuanto a él, también lo imagino en conflicto. No es que no la amara, pero el “deber ser” puede ser una cárcel. Cumplir lo esperado a veces nos aleja de lo verdadero.

Reflexión final: confiar sin certezas

Si me pudiera sentar con su versión de joven, le diría lo mismo que no me he aprendido a decir a mí muchas veces:
“Si no sabes a dónde ir, solo espera.”

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