El viaje al reflejo perdido

Este fin de semana viví un momento hermoso en “solitario”. Me fuí 3 días a  estudiar y practicar un estilo de yoga que no conocía. La verdad, me costó más trabajo de lo que pensé y no  me refiero a practicar o aprender, sino a soltar mi casa, a  dejar a mi familia. Hasta escribirlo resulta sorpresivo porque no solía pasarme. En ésta ocasión me sentí rara desde que tomé la carretera (y amo a manejar) y se incrementó el sentimiento al llegar sola al hotel y desayunar o cenar sin compañía. Fue una elección, me queda claro, pude haber invitado a mis colegas o insistir en visitar a mis amig@s en esa ciudad, pero tampoco me sentía con ánimo de eso. 

La experiencia me hizo reflexionar sobre qué es la soledad y porqué nos cuesta enfrentarla, ¿qué tiene esa palabra que nos hace dudar del poderío de estar con nosotros mismos? Grandes pensadores han reflexionado sobre la soledad como una característica esencial de nuestra existencia, pues nacemos, vivimos y enfrentamos la muerte como individuos únicos. En este sentido, aunque estamos rodeados de personas y relaciones, nuestra experiencia más profunda es únicamente nuestra y no puede ser compartida por completo con otros. ¡Y aún así…. ! 

Quienes me conocen me perciben como un ser social, pero quienes de verdad me miran de cerca pueden observar que no me encanta estar rodeada de personas por mucho tiempo; amo leer, escribir, crear, hacer yoga y hasta bailar en solitario. Por eso, pareciera contradictorio que aunque se me facilita integrarme, decida pasar más tiempo fuera de los grupos que dentro de ellos. Supongo que soy el vivo ejemplo de lo complejo que ha resultado aún para los filósofos más filósofos, tratar de explicar el asunto de la soledad. En muchos sentidos, soy como describe Aristóteles “un animal político, diseñado para vivir en comunidad”. Pero reconozco que ese contacto extremo con mi especie, me ha llevado a construir mi identidad con base en la “mirada del otro”, como argumentaba Erich From. Y como ya describí arriba, éste fin de semana sentí esa «angustia» de la que hablaba Kierkegaard al vivir la experiencia del vacío que surge al enfrentar nuestra libertad  y confrontar ese vacío de manera directa. Entonces…está claro que valoro la soledad y  le reconozco ese poder absoluto que tiene de permitirnos desarrollar una relación más profunda con nosotros mismos y, paradójicamente, mejorar nuestras relaciones con los demás y aún así, hay momentos donde la incomodidad aparece. 

Al pensar en esto me vino a la mente un cuento:

El viaje del reflejo perdido

Había una vez una joven llamada Lía, que vivía en un pueblo rodeado de montañas. En su aldea, cada persona llevaba consigo un espejo mágico que les mostraba quiénes eran. Lía adoraba su espejo, porque le permitía ver la sonrisa de su madre, la aprobación de sus maestros y el amor de sus amigos. Cada vez que lo miraba, el espejo le devolvía imágenes sobre lo que los demás sentía por ella, lo que hacía que Lía se sintiera importante, querida y conectada.

Sin embargo, un día, su espejo dejó de funcionar. Por más que lo miraba, el cristal estaba vacío, mostrando únicamente un fondo oscuro. Desesperada, Lía acudió a los sabios del pueblo, quienes le dijeron que su espejo no estaba roto, simplemente había llegado el momento de que emprendiera un viaje hacia el Lago del Reflejo Verdadero , donde descubriría su esencia más profunda. Ella no entendía porqué debía hacer el viaje si al preguntarle a su madre, maestros y amigos, ellos le aseguraban que sentían lo mismo por ella; mucho menos comprendía porqué no podía ir acompañada de alguien que ya supiera el camino. Las indicaciones de cómo llegar la confundían aún más: «Sigue tu corazón» , decían, o «Llegado el momento, sabrás hacia dónde ir» . Lo único que tenía claro de las instrucciones era que debía subir una montaña hasta encontrar el lugar indicado. 

El camino era largo y solitario. Lía comenzó la subida, pero resultó que había más de una montaña,  cruzó ríos y pasó días enteros sin ver a nadie. De vez en cuando se topaba con un grupo de personas y luego seguía su camino. Al principio, el silencio le pesaba. Extrañaba las voces familiares y la validación que había encontrado en su espejo. Sin embargo, mientras más avanzaba, comenzó a escuchar algo nuevo: el susurro de sus propios pensamientos, el ritmo de su respiración y el latido constante de su corazón. No siempre eran mensajes alentadores, a veces pasaba ratos llorando reconociendo lo doloroso o se quedaba absorta ante lo que alguna vez sintió y ya no estaba. El viaje dejó de tener un tiempo preciso que cumplir; poco a poco comenzó a ir más despacio, a disfrutar del camino y a ver la magia de lo que la rodeaba. Una mañana como cualquier otra, finalmente llegó al lago, este era más inmenso y tranquilo de lo que había imaginado, el color del agua no correspondía a la del cielo;  al acercarse al agua cristalina, Lía vio su reflejo, pero no como lo había conocido antes; esta vez, no veía conectado a las expectativas o las experiencias de los demás, ni a los roles que desempeñaba en su comunidad. Al principio le costó reconocerse; tenía ante sí una mirada diferente, más honesta, sin juicios o etiquetas;  con paciencia buscó en esos ojos lo que estaba buscando: el asombro y el gozo, la sonrisa y el llanto, la vulnerabilidad y la imperfección; sonrío con la dicha, la curiosidad y la audacia;  reconoció el dolor y abrazó el duelo, identificó el miedo y observó la fé. Se quedó sin prisa y vió más allá: los ojos de todos. Notó las similitudes aún en quienes ella percibía como distintos; pudo casi tocar la conexión invisible de lo divino uniéndolo todo. 

Al principio, Lía sintió miedo. Esa imagen no tenía las certezas ni las validaciones que solía buscar en su espejo mágico. Pero conforme pasaban los minutos, sentía una profunda paz. Entendió que lo que veía en el lago era lo que siempre había estado buscando: su propia compañía y al mismo tiempo la certeza de que el alma que cree, nunca camina sola.

Regresó con la satisfacción de haber caminado a su montaña por su propio pie, volvió al pueblo con su espejo intacto, pero esta vez no necesitaba mirar en él para saber quién era. Haberse visto en el lago era suficiente para saber que nunca estamos solos. 

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