Erguida, con su alocado peinado, ahí, a la mitad de la avenida paralela al mar, se encontraba La Palmera. No se acordaba si era joven o vieja, pero había estado plantada en ese lugar desde hacía mucho tiempo. Estaba acostumbrada al ruido de los autos, al olor del mar que veía tan de cerca y a los sonidos de las tormentas incluso antes de que estas llegaran.
No le encantaba ser palmera; a lo lejos veía a otro tipo de especie: los árboles; ellos sí eran todo lo que ella quería ser, eran frondosos, con troncos grandes o medianos, gruesos o delgados, pero suficientemente fuertes como para sostener sus grandes ramas y tupidos follajes. A sus pies se sentaban las personas y hasta los perros e incluso los pájaros los preferían para hacer sus nidos. Se preguntaba ¿por qué la naturaleza la habría hecho palmera?, francamente no era lo suficientemente hermosa, ni sus ancestros eran tan populares, a los árboles se les reconocía por viejos y se les asignaban familias que hasta los menos letrados parecían conocer. A las palmeras, solo se les llamaba palmeras; había una que otra variedad exótica que la gente distinguía, pero ni a esas les iba tan bien como a los árboles; por eso, envidiosa, veía a esos árboles con recelo y sin darse cuenta, no sólo renegaba de su suerte, sino también de sus ancestros. No le parecía nada del otro mundo sentir el vaivén de su cuerpo erguido al ritmo del aire, ni los deliciosos dátiles que daba cada año; después de todo, nadie hablaba de las palmeras en los relatos, ¡siempre todos admiran a los árboles!
Una tarde como muchas otras, corría el aire tranquilamente mientras el sol se empezaba a ocultar, los pájaros volaban hacia sus nidos, —el atardecer estaba cerca—; era una tarde de esas “aburridas”, como tantas otras; de pronto, notó que las parvadas se movían con nerviosismo, sus aleteos eran rápidos e intermitentes, estaban alertando a quien quisiera verlas u oírlas; iban de un lado a otro sin rumbo fijo. Puso mucha atención, porque las aves nunca se equivocan, ella podía ver desde arriba mucho más que cualquier árbol, pero no notaba nada raro; de pronto la vio; el mar se movía diferente, hacía un ruido que no era ruido, pero le dejó saber que se estaba preparando. Una gran ola se empezó a formar y sin mayor aviso, La Palmera sintió un terrible escalofrío; en lo más profundo de su ser sabía que esa ola lo cambiaría todo, sabía también que quizá ella era la única que podía verla, y con pesar aceptó que no podría hacer nada para detenerla. En fracciones de segundo, le quedó claro todo: los más pequeños no sobrevivirían, aquellos que no tenían raíces tan profundas sucumbirían, ese paraíso estaba por recibir un tsunami que lo cambiaría todo para siempre. Se dio cuenta de que con el tiempo, el lugar se recuperaría, pero la ola dejaría cicatrices, las reparaciones llevarían su tiempo y nadie en muchos años podría olvidar lo sucedido.
Mientras impotente aceptó su destino, sintió pena y arrepentimiento por haberse tardado tanto en aceptarse, por no haber disfrutado lo suficiente, por estar siempre inconforme. Deseo haberle puesto más atención a las estrellas en la noche, al sonido de las olas del mar, rompiendo en la arena y en los colores del ocaso. Comprendió que a pesar de su conciencia actual, el entorno cambiaría, y que quizá, ni siquiera ella permanecería arraigada a ese lugar, ¿y si la ola la desprendiera de allí?, ¿y ese era su último pensamiento en ese lugar? Esa pregunta le llegó a lo más profundo de su ser y se dio permiso de regalarse lo único que estaba en sus manos controlar; decidió que si ése era su último pensamiento situado allí, lo iba a aprovechar: Agradeció haber nacido palmera, dio gracias por haber vivido justo ahí, en ese preciso espacio, en ese preciso momento, cuando la ciudad se empezaba a formar; no recordaba su edad, pero fue testigo de los cambios a su alrededor y los de ella misma, esos que van despacito, sin prisa, y también los que suceden de pronto; dio las gracias por sus largas raíces hacia lo más profundo de la tierra, por su cuerpo largo, pero flexible que tantos vientos había soportado; por sus alocadas ramas y por los niños que ya secas se columpiaban en ellas; agradeció por los dátiles de cada temporada y por los muchos intentos de las personas por alcanzarlos.
En eso estaba, cuando sintió la brisa de la ola muy, muy de cerca… pero esta vez, ¡no tuvo miedo!.