En el jardín de la iglesia cercana a la casa de mi abuelita había muchas jacarandas. Su color morado cobraba total significado cuando al llegar la primavera rebosaba sus ramas y al caer tapizaba el verde pasto; era una belleza salir a caminar y ver a lo lejos la forma circular del recinto color ladrillo de un solo piso rodeado de esos majestuosos árboles. La cereza del pastel sin embargo, era sentarnos en una de las bancas de hierro forjado blanco que rodeaban el lugar; desde ahí, veíamos salir a la gente al terminar la ceremonia, en ocasiones nos topábamos con la versión local del Jorobado de Notre Dame, – un jóven con retraso mental que ayudaba a los padres a tocar la campana desde el campanario-, o nos delitábamos con las paletas de hielo alojadas en un carrito que al pasar sonaba su pequeña campana. ¡Qué felicidad nos causaba pasar un rato en ese lugar! A los 7 u 8 años, todo parece mucho más grande de lo que es en realidad, sin embargo, aún hoy esos árboles son grandes y siguen pintando el paisaje.
Cerca de la iglesia estaba también el “Camino de las Llaves”; era literal un pasillo bordeado de árboles que lo sobreban, formado de pequeños cuadros de concreto en cuyo centro había una llave para abrir puertas, -o cualquier otra cosa que la necesitara-; cada llave era diferente tanto en color como en forma, se podían ver las de color laton, negras o plateadas; las había grandes y pequeñas, de forma redonda, hexagonal o vertical. Me gustaba pensar que cada llave contaba una historia; me imaginaba una puerta vieja en un rancho enorme en donde había un ropero de madera y grandes espejos; también pensaba en una baúl o un joyero, o en un candado viejo y oxidado que no recibía con agrado los intentos para abrirlo. Imaginaba que esas llaves estaban ahí esperando a que sus dueños quisieran usarlas, a que por fin se animaran a ir a buscarlas; ellas estarían ahí para siempre, listas para cumplir su misión: abrir los recuerdos.
Las jacarandas forman parte de las llaves que abren los recuerdos de mi infancia, sus flores en forma de vasito, caen en mi mente para abrir paso a una niña que sale a andar en bicicleta con sus vecinos y primos, que se sube a la avalancha y patina en 4 ruedas; que come merengues de la calle y escucha el silbido de los camotes mientras su hermana entra por la ventana de la cocina para que nadie se entere que salieron. El morado con verde siempre me hace recordar a esas niñas que peleaban todo el tiempo mientras no dejaban de buscarse. Me transportan hasta la sala de mi casa donde “Mamá Ia” nos enseñaba El Credo, o las tardes en las que “Mamá Tete” nos hacía rezar El Rosario; qué bonito es admitir que pasar tiempo con ellas fue un regalo enorme; -no me gustaban ni El Credo, ni el Rosario, pero no me atrevía a decirles-, con el tiempo entendí que rezar sin que me gustara fue un acto de amor; las amaba profundamente y era mi pequeña manera de regresarles tanto me daban. Las jacarandas también me recuerdan los campamentos, los perros adoptados y los viajes en carretera; para cuando llegué a la adolescencia, nos cambiamos de casa, -la primera que mis papás pudieron construir-; cada unos de nosotros aportamos una idea, así llegaron la chimenea, el domo, la sala a desnivel y el jacuzzi; no sé si ya lo tenían planeado, pero nos hicieron sentir que había algo en esa casa que cada uno quiso que tuviera. Lo que nadie pidió pero estaba en la entrada, era un árbol; ya para entonces había levantado algo del concreto de la banqueta y sus ramas podían atravesar la cochera hasta la ventana de la recámara de mis papás. Era una jacaranda.
Hoy en día, a mis 43 años y con 3 hijos, me pregunto, ¿cuáles serán las llaves de sus recuerdos?, ¿qué los hará remontarse a su infancia conmigo?, ¿se acordarán de las noches en que nos los quería soltar?, ¿recordarán las hora de juego?, ¿se llevarán su infancia con ellos para acudir a ella cuando todo parece no tener sentido?, ¿qué colores u olores les harán querer contar sobre esos tiempos?.