Si eres como yo y rayas entre los 40s y los 50s años, seguro conoces a Mafalda, una creación de Quino, ideada como una conciencia crítica en cuerpo de niña.
Mafalda se veía como una niña: Vestía como una niña, iba a la escuela como una niña y tenía amigos niños. De niña me fascinaba y como adulta me sigue impresionando la agudeza de su pensamiento. Me atrevo a decir quizá que el personaje marca el afanoso y absurdo deseo de crecer más rápido, por primera vez me pregunto: ¿no será que Mafalda necesitaba jugar más y pensar menos?
Quizá sí.
Quizá Mafalda necesitaba jugar más y pensar menos.
Quizá una infancia demasiado consciente es también una infancia robada de su ligereza.
Jugar no es evadir.
Jugar es la manera en que los niños sanan el mundo mientras lo habitan.
Y pensar, sin el equilibrio del juego, puede volverse un peso demasiado grande.
Así que sí:
- Mafalda nos enseña a no dejar de cuestionar.
- Pero también nos recuerda —en su melancolía silenciosa— que los niños tienen derecho a jugar, a ser livianos, a no cargar el mundo entero sobre sus pequeños hombros.
Pienso que de niños éramos todos un poco Mafalda: Preguntábamos demasiado, no entendíamos por qué los adultos hacían cosas que no tenían sentido, nos angustiaba el planeta, la guerra, el hambre, los gritos en casa. Y aun así, entre preguntas que nos quedaban grandes, encontrábamos cómo reír. ¡Jugábamos!.
Ahora somos adultos y en general, ya no hacemos tantas preguntas en voz alta pero las seguimos cargando por dentro y cuando el mundo nos pesa, cuando las noticias abruman, cuando sentimos que la vida se volvió demasiado seria… nos descontamos, huimos o nos encerramos en la TV, el alcohol o las compras. ¿Qué tel que recodamos lo más básico?, ¿que tel que regresamos a lo simple, sagrado y necesario?:
- A la alegría.
- A la curiosidad y al
- Humor.
No para huir, sino para seguir caminando.
Porque ser adulto no debería significar olvidar cómo se juega, no debería implicar ponernos serios con caras largas. Quizá si nos mantenemos repletos de dudas y las preguntamos, si nos llenamos de asombro y de ganas de que las cosas cambien y si sostenemos la fe de que la magia existe y nos invade, podamos recordar sonreír más y fruncir menos el seño.
Ojalá pudiéramos mantener presente que el humor nos salva y que la curiosidad aún puede abrir puertas. Ojalá que recordáramos siempre que
«La risa, el juego y el asombro no son cosas de niños.
Son cosas que los adultos olvidamos demasiado pronto.»