Mucho se habla del poder de la mujer. Por supuesto que estoy de acuerdo, pero no creo que la guerra de los sexos sea el camino a la equidad. Me considero una mujer afortunada, crecí con mujeres fuertes, trabajadoras e independientes a mi alrededor. Aún así, no siempre fuí testigo de la equidad por parte de los hombres, no puedo decir que los hombres de mi familia fueran machistas, porque en estricto sentido, no lo eran. Desde que me acuerdo, las mujeres a mi alrededor me dejaron saber que nuestro género está lleno de magia, pero con el tiempo estas afirmaciones me empezaron a parecer contradictorias. Comencé a cuestionarme sobre que si somos fuertes, poderosas, mágicas, sensoriales, creadoras de vida, la esperanza del mundo, inspiración de las artes y tantos otros calificativos hermosos, ¿por qué el hombre llega a descansar mientras nosotras seguimos trabajando?, ¿por qué ganan menos a pesar de tener puestos de alto mando?, ¿por qué somos violadas, condicionadas, limitadas y hasta asesinadas?. Comienzo a creer que sería mejor menos magia y más paz, porque puede no gustarnos, pero la verdad es que la magia de las mujeres no ha podido detener la desigualdad.
Es cierto que las cosas han cambiado, sin embargo siguen sin ser equitativas. Yo tuve que escoger el camino laboral vs el de la maternidad presente por ejemplo. Fue mi elección, pero soy un claro ejemplo de que ellos no se enfrentan a ella. Estoy perfectamente consciente de la profundidad del tema, y de los muchos contextos en los que se puede abordar, es decir, “hay de desigualdad a desiguladad”; las mujeres indígenas, trabajadoras domésticas, sexo-servidoras, migrantes, madres adolescentes, madres solteras o analfabetas, muchas veces se encuentran un mucho peores condiciones. Un solo dato lo demuestra: en el 2018 la ONU publicó que “mientras que un 6% de las mujeres de hogares ricos y de zonas urbanas no tienen un médico, esta cifra para las indígenas pobres es de casi el 50%.” En ningún momento me atrevería a comparar la desigualdad de mi entorno con la de ellas. Por otro lado, numerosas instituciones a nivel mundial publican, año con año, datos escalofriantes al respecto de la violencia de la que somos víctimas, porque sí puede haber violencia sin un empujón de por medio, y también es cierto que en muchísimos casos esta violencia física o sexual no tiene consecuencias para el agresor. Por eso, aunque me choca la palabra, en ocasiones sí somos víctimas. Me causa molestia que estamos tan acostumbrados a estos hechos, que hemos perdido la sensibilidad; he sido testigo de cómo cuando se aborda el tema de que las mujeres seguimos estando en condiciones de desigualdad frente a los hombres, no faltan las miradas de hastío, como si el tema ya aburriera; casi siempre soy la ”intensa” que afirma que “no, no hemos alcanzado la equidad de género”, también soy de las que se enojan con detalles “triviales” del día a día, que para mi representan una muestra de esa desigualdad, como que no se espere que los niños laven los platos o cuando se regalan libros de princesa a las niñas en lugar de superhéroes, ¿por qué asumimos que todas quieren dibujar un vestido rosado?.
Pero la frase que más me molesta es la de “es que el tema está de moda”. Vergüenza nos debería de dar que siga de moda, y digo nos porque todos somos un poco culpables. Repito que hablo de mi contexto, no del de las mujeres ya mencionadas, o las que viven en países en dónde se les prohíbe desde ir a la escuela hasta sentir placer. En mi contexto, nosotras también formamos parte del asunto. Aceptamos la violencia pasiva porque “era broma”; sonreímos para no parecer extremistas cuando se afirma que las mujeres somos exageradas, complicadas o poco profesionales; educamos a los niños a ser independientes, valientes y atrevidos, mientras que a las niñas les decimos que sean amables y les damos la opción de depender de su marido; en el otro extremo, a veces nos molesta que el señor no se levante a “ayudar”, como si nos costara admitir que verdad fué él quien salió a trabajar mientra nosotras nos fuimos al café y nos quedamos a cargo del chofer, la nana y la cocinera. Eso tampoco es equidad.
No estoy promoviendo el pleito casero, pero si es necesario, tengamos esa conversación incómoda; o mejor aún elijamos mejor a nuestra pareja o a nuestros amigos, o hablemos del tema con nuestros jefes, compañeros, alumnos o hijos. No hemos alcanzado la equidad. Punto. Y para hacerlo, necesitamos dejar de pelear con el otro género. Los hombres tienen que estar de nuestro lado, porque aunque no nos guste, dominan el juego, son mayoría en la política, y en la economía. Hagamos que los hombres de pongan un letrero que diga: “soy un padre de familia que impulsa a sus hijas a que estudien, trabajen o entrenen, a pesar de no ser bien visto; soy un mentor que no sólo emplean o promueven a las mujeres sino que les enseñan el camino; soy un hijo que se enfrentan al padre para defender a su madre; soy un maestro que enseñan de historia, leyes o finanzas para que las niñas puedan ser independientes; somos amigos que no etiquetan a sus amigas”. Evitemos rodearnos de hombres que no estén dispuestos a romper los paradigmas y los estereotipos. Queremos hombres que promuevan y aprueben que nos protejan y alienten, hombres que se hagan cargo de su paternidad con todo lo que implica u hombres que se sientan orgullosos y no amenazados por la mujeres.
Pero para el perfil de puesto dejemos claro una cosa: no queremos hombres condescendientes que “toleren” nuestro ímpetu de equidad, queremos verdaderos aliados que comprendan que esto no es una guerra.