¿Si la Tierra es de todos, por qué existen fronteras?
Eso me preguntó mi alumno hace 15 años. Yo daba una materia sobre los problemas sociales y me encantaba cuestionarlos sobre de quién es la responsabilidad un migrante.
Mi respuesta como maestra era que la Tierra es de todos porque nadie la creó ni puede reclamarla como propiedad natural. Explicaba que las fronteras existen porque los seres humanos, en su intento de organizar, controlar y proteger territorios, las imaginaron y las impusieron. Escribía estos mantras en el pizarrón:
- La Tierra no tiene fronteras.
- Los humanos las dibujaron.
Como si con ellas pudiera borrar las enormes masacres que se han cometido por defender esas líneas que no son naturales, que el viento no reconoce.
La Tierra no sabe que México empieza aquí o que Guatemala termina allá.
El océano no reconoce aduanas.
El viento no pide pasaporte.
Me gustaba usar al Principito, el famoso personaje del libro escrito por Antoine de Saint-Exupéry, para compartir con mis alumnos que me parecía que él, ese pequeño viajero de mundos, entendía algo que nosotros, con nuestros mapas y aduanas, habíamos olvidado.
El Principito no necesitaba pasaportes para moverse de planeta en planeta.
No preguntaba de qué lado de la línea estabas, sino cómo era tu corazón.
Él no veía territorios.
Veía volcanes para limpiar, rosas para cuidar, asteroides habitados por hombres ridículos que contaban estrellas sin saber para qué.
Cada migrante, pensé entonces, es como el Principito: migra porque no sabe cómo habitar su propio pequeño mundo. No huye por placer. No viaja como turista.
Se va para buscar sentido, verdad y pertenencia. Migra para buscar una raíz que lo acoja.
Así como el Principito no abandonó su planeta por deseo de aventura, sino por la necesidad de comprender y sanar, los migrantes reales rara vez se mueven por placer únicamente. Detrás de cada migración hay una historia profunda de necesidad y búsqueda, que se acompaña de un costo altísimo, aunque la historia tenga final feliz. A diferencia de la mayoría de los migrantes de hoy, el Principito no escapa de una guerra o pobreza, pero sí emprende un viaje por necesidad emocional y existencial. Su migración es interna y externa al mismo tiempo.
A mis alumnos les contaba que quizá, como el Principito, lo que necesitamos es recordar que:
- Ningún ser humano es ilegal.
- El verdadero hogar no se mide en coordenadas, sino en dignidad.
Pero si el Principito llegara hoy a la Tierra, tal vez no encontraría acogida.
Tal vez no veríamos en él al viajero de las estrellas, sino al extranjero sospechoso.
Quizá le cerrarían las puertas en un aeropuerto preguntándole:
- «¿De qué país vienes?»
- «¿Tienes visa?»
- «¿Cuántos recursos traes?»
- «¿Eres uno de esos que vienen a quitarnos lo nuestro?»
Tal vez lo mandarían a formarse bajo un sol inclemente, entre muros y alambres, mientras alguien dictamina si su historia es creíble.
O le pondrían etiquetas sin escucharlo:
- «Ilegal.»
- «Invasor.»
- «Carga para el sistema.»
- «Amenaza.»
¿Quién tendría tiempo de preguntarle por su rosa?
¿Quién lo vería y no mediría primero su color de piel, su acento, su ropa?
Hoy, la Tierra que debería ser hogar, se ha vuelto un lugar de sospecha, donde las fronteras que dibujamos en mapas también las llevamos en los ojos.
Me gusta pensar que todos somos migrantes porque venimos del cielo, así que la Tierra no nos pertenece. Nosotros le pertenecemos a ella porque de ella dependemos para habitarla. Si ella decide expulsarnos, lo hará sin miramientos. Ya empezó a hacerlo.
Tal vez —sólo tal vez— cuidar la Tierra empiece por recordarnos que todos somos viajeros, porque todos somos hijos del cielo.